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Un habitante de Pachuca vivió el temblor en el metro de la CDMX

La tarde del viernes sorprendió a los pasajeros del sistema de transporte con un movimiento que los hizo recordar el 19 de septiembre

Escrito en Hidalgo el
Un habitante de Pachuca vivió el temblor en el metro de la CDMX

Tenía los ojos metidos en un libro y audífonos en la orejas, así que no me di cuenta de inmediato. El convoy llegó a División del Norte, se detuvo, abrió sus puertas y personas bajaron y subieron. El vagón se mueve, oscila; por supuesto, atribuyo el vaivén al ascenso y descenso hasta que levanto la vista y descubro mis oídos. 


Junto a mí hay una mujer, años en la piel, canas en el pelo y una bolsa en sus manos. La sujeta con fuerza, cierra los ojos y murmura: “Padre nuestro que estás en los cielos…”


Frente a mí, de pie y con lágrimas sobre la cara, otra mujer. Angustiada, quiere salir por piernas de la estrechez del transporte público y del horror que le sobreviene a la mente. Es muy pronto, todavía muy pronto; los nervios siguen heridos, la memoria fresca y las grietas del 19 aún sin resanar. 


“Santificado sea tu nombre…”


En la puerta, con un pie sobre el andén, un joven detiene e intenta calmar a los más alarmados. Su gesto es descompuesto, aparenta calma, pero los ojos no disimulan: es miedo. Acaso para tranquilizarse a sí mismo, dice mientras corta el paso a la mujer: “No salgan, es más seguro quedarnos aquí, hay que esperar a que pase”. Toca el hombro de la chica que no para de llorar, la mira y dice sin hablar: también estoy asustado. 


Todos lo estamos, pensé. 


Frente a mí hay un hombre, pelo blanco y playera polo color rojo. Sentado, sobrio, no acusa mayor alteración que la curiosidad que le despiertan las reacciones a su alrededor. Ha vivido muchos días y parece no afectarle la angustia ajena.


El miedo reverbera. Sollozos y rezos ahogados repetidos con voces menudas y entrecortadas por nudos en las gargantas me rodean. El vagón todavía se mueve; de lado a lado, sin parar. “Ya va a pasar”, dicen unos mientras voltean a todos lados para convencerse de que así será. “Todo va a estar bien”, dicen otros en voz alta para escucharse ellos mismos. “No pasa nada”, se oye, alguien que se aferra a no creer que la tierra se sacude con él en sus entrañas.


“Venga a nosotros tu reino…”


Afuera, en el pasillo, algunas personas corren hacia la superficie, no quieren que el suelo se los trague. Son pocos, la sacudida de septiembre nos enseñó algo: paciencia.


Miro en derredor. El metro se mueve, pero la fuerza cede, “está pasando”, pienso; respiro y me alivio, pero el péndulo vuelve con un brío que acarrea pánico y llanto. Esto no va a terminar nunca, se lee en los ojos todos.


Un minuto, tal vez, un minuto dura la eternidad en el subsuelo. El tren se detiene. Las luces se apagan pero la oscuridad tranquiliza, apacigua el pecho, pues no se mueve, es quieta. Esperamos un rato, al poco tiempo la luz regresa y los ventiladores se encienden, refrescan, evaporan el sudor frío. Segundos después, nos movemos, hacia adelante. 


Estamos en la estación Potrero, muy lejos de División del Norte y ya sobre la superficie. Los rostros relajados, las miradas amables y las bocas parlanchinas. Ni asomo del miedo que quedó sepultado bajo tierra. Frente a mí, el hombre estoico de pelo blanco y playera polo color rojo busca en la bolsa de su pantalón, saca un papel y se lo lleva a la cara. Mira otra vez a su alrededor y no paró de llorar.


“Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.

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