Buscar

El Tlacuilo

El amor a una madre

El Tlacuilo

Escrito en Hidalgo / Opinión el
El amor a una madre

“Nací en la ciudad de Oaxaca el 15 de septiembre de 1830 -escribió Porfirio Díaz en sus memorias-. Mi padre fue José Faustino Díaz y mi madre, su esposa, Petrona Mori. Aunque de origen español, mi padre era de los que llamamos raza criolla… mi madre tenía media sangre india de raza mixteca”.

La historia de la familia Díaz se remontaba décadas atrás. Dos años antes del Grito de Dolores, en 1808, don José Faustino Díaz y Petrona Mori contrajeron matrimonio. Por aquellos años, el señor Díaz era dependiente de una empresa de minas que tenía las haciendas de beneficio de metales y minas anexas de Cinco Señores, San José y el Socorro, situadas en el distrito de Ixtlán, en Oaxaca.

A pesar de todos sus esfuerzos, en términos económicos la suerte no le fue muy favorable. “Mi padre era pobre cuando se casó -continúa Porfirio Díaz-. Mirando que a su mujer no le gustaba vivir en la sierra de Ixtlán, se lanzó a correr fortuna y se trasladó a la costa que el estado de Oaxaca tiene en el Pacífico… puso una tienda en el pueblo de Xochistlahuaca”. La situación económica no impidió que el matrimonio Díaz-Mori fuera muy prolífico.

La pareja concibió siete hijos: cuatro varones y tres mujeres. Primero nació una mujer a la que bautizaron con el nombre de Desideria; después dos hombres, Cayetano y Pablo quienes murieron siendo niños; luego dos mujeres más, Manuela y Nicolasa. El sexto miembro de la familia fue Porfirio y por último su hermano Félix.

Al finalizar la década de 1820, los Díaz-Mori se establecieron frente al templo de la Soledad en la ciudad de Oaxaca donde regenteaban un mesón que daba alojamiento a los viajeros y comerciantes que llegaban a la vieja Antequera desde distintos rumbos de la región.

El Mesón de la Soledad contaba con un local anexo donde don José Faustino realizaba trabajos de herrería y composturas para los carruajes que llegaban averiados tras largas jornadas de recorrido. Atendía también un pequeño consultorio veterinario.

El mesón permitió a su familia vivir con cierta comodidad durante algún tiempo. Fue su época de mayor prosperidad. La terrible epidemia de cólera morbus de 1833, acabó con la estabilidad familiar.

Con cinco hijos huérfanos a los que debía sacar adelante, doña Petrona no se arredró. Cuando el mesón ya no fue rentable –la gente temía hospedarse en él porque su dueño había muerto en la última epidemia- lo vendió y adquirió una pequeña propiedad conocida como el Solar del Toronjo.

“Los pocos bienes que dejó mi padre los consumió mi madre en la subsistencia y educación de la familia. Recuerdo que ella manejó el mesón algunos años y que esto le ayudaba en sus gastos, y si su aptitud de mujer no le permitió aumentar el haber paterno, su buen juicio y sus deberes de madre, le proporcionaron la manera de prolongar por mucho tiempo aquellos escasos recursos. Cuando las circunstancias se lo exigieron fue vendiendo sus fincas en pequeños abonos, algunas veces hasta de diez pesos al mes, y así pudimos afrontar las necesidades de la vida, mientras que yo cumplí 18 años y tomé a mi cargo la subsistencia y educación de la familia”

Doña Petrona fue una madre ejemplar y lo impulsó en todo momento; si bien esperaba que Porfirio siguiera la carrera eclesiástica, cuando tomó la decisión de abandonar el seminario lo apoyó e incluso intercedió ante su padrino, el sacerdote José Agustín Domínguez quien desde luego estalló en cólera y maldijo una y otra vez el que Porfirio dejara el seminario para estudiar leyes en el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca, considerado “casa de herejes”.

La mamá de Porfirio Díaz pudo ver el destino que siguió su hijo: la carrera de las armas. Sin embargo, falleció durante la guerra de Reforma. Porfirio Díaz escribió en sus memorias:

“Mi madre murió en 1859. Estaba yo a la sazón en Tehuantepec, cuando las necesidades del servicio me hicieron venir a Oaxaca, en donde permanecía dos días solamente. La encontré enferma; pero ignoraba su gravedad, por una parte y por otra, las exigencias del servicio militar no me permitieron diferir mi marcha. No tuve el consuelo de verla morir, pues falleció dos días después de mi salida de Oaxaca”.

Se dice que: “Cuando el español decrece, el indio aparece”. Porfirio Díaz en sus últimos días de vida ha perdido su figura erecta, pero su cara revela el deterioro labrado por la nostalgia, la impotencia, el cansancio. A mediados de junio del año 1915, su salud ha menguado. Su médico, el doctor Gascheau, le ordena reposo.

A partir de ese momento don Porfirio se abstiene de salir a sus caminatas. Sus pensamientos regresan a Oaxaca, a la hacienda de La Noria, aquella que administraba su madre, doña Petrona.

El 2 de julio a las seis y media de la tarde, rodeado de su familia, Porfirio Díaz expira, su esposa Carmen Romero Rubio “Carmelita” escribe más tarde: “… la palabra se le fue acabando… Parecía decir algo de La Noria, de Oaxaca. Hablaba de su madre: Mi madre me espera… Oaxaca, sí, sí, en Oaxaca… allá quería ir a morir y a descansar.

Al lado de su madre y su querida Oaxaca. El Estado que lo vio nacer y la mujer que siempre amo hasta el último aliento de vida, su madre doña Petrona Mori.

 

Escrito en Hidalgo / Opinión el